Jorge Hernández Fernández: James Harden a la enésima potencia
Con motivo del premio de MVP para James Harden, recuperamos el artículo que fue portada del número 1.471 de Gigantes, correspondiente al mes de abril de 2018. Andrés Monje nos ofrece una visión muy particular del camino de ‘La Barba’ hasta convertirse en un contendiente real en la NBA.
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El pasado 25 de junio, en Los Angeles, James Harden estaba comiendo con unos amigos cuando su teléfono móvil comenzó a sonar. En situaciones así, que le sirven para desconectar de obligaciones y responsabilidades, no suele atender de inmediato. Menos aún en verano. Pero en aquella ocasión sí lo hizo. Cuando pudo ver quién era, rápidamente supo que así debía ser y, sin llegar a desvelar qué persona estaba al otro lado del teléfono, alertó al resto. “Perdonad, tengo que contestar esta vez”. En aquella pantalla aparecía el nombre de Chris Paul. Y le acompañaba además un buen presentimiento. Pronto se confirmó.
– “James, estoy dentro”.
– “¿Cómo que estás dentro?”.
– “Te digo que estoy dentro. Quiero ir a Houston y jugar contigo”.
Aquel hecho, que relataba la fantástica Jackie MacMullan hace cinco meses en un número de ESPN Magazine, sirvió como punto de inflexión para Harden. Que recibió no sólo una maravillosa buena nueva en forma de refuerzo deportivo para los Rockets sino también, y aquí quizás lo esencial, un motivo de peso para alejarse por fin de la tristeza que le había atormentado desde la eliminación ante los Spurs en los últimos playoffs. Porque desde entonces la mirada de Harden se había apagado.
Aquella caída fue durísima. Harden venía de protagonizar una temporada excepcional, para la historia en lo individual y liderando a su equipo hasta las 55 victorias, tercera mejor marca de la Liga. En primera ronda de playoffs tumbó a los Thunder (4-1) y el estreno de la segunda fue inmejorable, con los Rockets pasando por encima de los Spurs, a los que ganaban a domicilio ya por treinta puntos al descanso. Parecían imparables…
Cuatro espuelas clavadas
Pero San Antonio parece pervertir el tiempo y nunca muere, incluso aunque en ocasiones parezca hacerlo. El irreductible equipo de Popovich venció cuatro de los siguientes cinco partidos, borrando a Houston de la fase final. Para Harden, fondo y forma fueron una tortura.
En primer lugar porque en el quinto encuentro (con 2-2 en la serie) un tapón de Manu Ginóbili sobre un triple suyo en los segundos finales de la prórroga confirmó la derrota de los Rockets; y después porque en el siguiente duelo, el sexto, los Spurs (sin Kawhi Leonard entonces, baja por lesión) destrozaron a Houston a domicilio, con una diferencia final de 39 puntos en una de las noches más discretas y dolorosas de la carrera de ‘La Barba’.
Hasta que esa llamada de Paul llegó, Harden llevaba más de un mes totalmente deprimido, sin aliento y sin consuelo. Los Spurs habían conseguido poner en evidencia que sus esfuerzos, por sobrehumanos que fuesen, no iban a ser suficientes para tocar la gloria. Demostrando una vez más que, en un deporte colectivo, nadie puede ganar solo. Tampoco hombres vestidos de superhéroes.
Los Rockets estaban diseñados por y para Harden, para que generase por sí solo todos los desequilibrios y alimentase al resto. Dependían por completo de su acción. Pero con una estructura de élite concentrada en ahogarle, cuando necesitó ayuda nadie estaba preparado para ofrecerla. La caída de una carta derrumbó el castillo.
Ayuda imprescindible
La llegada de Paul, hasta entonces una inocente ilusión más que una esperanza fundada, podía cambiarlo todo. “Es muy duro que todo dependa de que tú tengas que hacer siempre cada jugada con éxito, no contar con una alternativa que al menos durante tres o cuatro posesiones seguidas te descargue de la presión y pueda darte un respiro unos minutos”, confesaba Harden.
Nada más encontrarse con Paul, el fundido a negro pasó a ser todo luz. “Es increíble, no tengo que botar todo el tiempo, puedo tirar, incluso abierto, puedo jugar con catch&shoot. Prácticamente no he podido hacerlo en los últimos cinco años”, valoraba. Lo hacía con los ojos de nuevo encendidos, cerrando el trauma pasado y todo el dolor anterior para una persona que, incluso en la cúspide de la fama, seguía sintiéndose mucho más cómoda en soledad.
Harden era (y es) una máquina de jugar al baloncesto. Un prodigio de la triple amenaza (pase, bote y tiro) que por momentos resulta indefendible. Pero más allá de lo publicitario, donde la imagen de su barba le convierte en símbolo global, su personalidad, introspectiva, le hacía ahogar sus tragedias en silencio a la vez que dificultaba un liderazgo vocal ante el resto. Harden era el líder. Y todos lo sabían. Pero en el fondo necesitaba compartir esa carga.
Paul era perfecto para lograrlo. Porque Paul es totalmente diferente. Es directo, a veces incluso demasiado, mucho más duro en lo vocal, exigente hasta el extremo y con el deseo de controlarlo todo. Paul es un líder absoluto, alguien que metes en un vestuario que no conoce y al que basta una semana de entrenamientos para hacerse con él. Pero Paul, como Harden, también había sufrido en incontables ocasiones por el estigma que ha marcado también a muchos otros durante décadas: no poder ganar. Eso les unía.
Un problema de egos era poco probable. El motivo es sencillo: ambos se necesitan demasiado. Y sólo juntos podían aspirar a lograr todo reto que antes les fue negado. “Mira, esto va de ganar. Los dos hemos lidiado con situaciones negativas, con mucha frustración y decepciones. No podemos permitir que nada se interponga en los objetivos”, explicaba Harden sobre su compatibilidad con Paul.
Estaba en lo cierto. Casi de inmediato se notó
Los Rockets diversificaron el sistema para dotar a Harden de una ayuda real en lo creativo, en el inicio del desequilibrio. Justo lo que más necesitaba. Mike D’Antoni lo tuvo muy claro. “Podéis estar seguros de que este año tendremos todo el tiempo, los 48 minutos de partido, al menos a un base Hall of Famer sobre la pista. Os lo prometo”, bromeaba durante el training camp. Efectivamente lo iba a cumplir.
El plan de partido junta a Paul y Harden muchos tramos, pudiendo ambos dirigir la jugada e intercambiar roles. Con y sin balón. Se ha visto a Paul por primera vez en su carrera esperando para ejecutar en la esquina, como también se ha visto a Harden recuperar esa parte del juego en lado débil que le hacía letal en Oklahoma City. Pero ese mismo plan de los Rockets hace descansar a Paul manteniendo a Harden en cancha para luego sentar a Harden y que el equipo compita al ritmo de Paul.
Las ventajas de hacerlo son infinitas. No es que la coexistencia fuese a ser un problema, que con dos mentes tan inteligentes y predispuestas a pasar el balón, no lo es. Sino que el escenario ha servido un monstruo de calibre histórico. Y uno, además, ya capaz de alternar ritmos frenéticos, maximizando la transición, con otros mucho más pausados, donde Paul magnifica su influencia. Houston ha ganado consistencia en situaciones a media pista y domina ya cada registro.
El anillo, entre ceja y ceja
Los Rockets exhiben el mejor balance de la NBA y caminan hacia cerrar la temporada con el ataque más productivo de todos los tiempos. Por el camino, se han convertido en una estructura más armada y versátil que nunca.
Acompañan su diseño analítico (ataques que buscan lanzar de tres, cerca del aro o desde la línea de tiros libres) con una rotación profunda y plagada de moldes atléticos en las alas que se adaptan al libreto y lo que se exige de ellos como roles secundarios: defensa, transición y tiro de tres. Para colmo, la consolidación de Clint Capela en el puesto de cinco, perfecto para lo que necesita el equipo de él (defensa, rebote, despliegue físico y finalización en juego de bloqueo directo), hace de Houston un ogro temible.
En todo este proceso que lanza a la franquicia al mejor balance de la Liga destaca sobremanera Harden, máximo candidato a ganar el MVP de temporada que tanto se le ha resistido -en dos ocasiones ha quedado segundo- y que sin embargo tan en segundo plano parece para sus aspiraciones. Harden quiere el anillo, la gloria eterna en forma de título que se grabe a fuego en los libros. Eso sí, sin darse cuenta, la forma de buscar ese deseo se convierte a la vez en su máximo aval para tratar de conseguirlo.
La Barba es la pieza que se mueve en todas direcciones por el tablero. Se ha convertido en el jugador más indefendible del planeta. Es la unión de sus virtudes aquello que lo promueve. Porque si bien existen mejores tiradores, jugadores más atléticos y productivos atacando el aro, mejores manejadores de balón y pasadores más eficientes, nadie junta todos esos apartados de forma tan brillante como él. Es el cóctel lo diferencial.
D’Antoni, rendido a su estrella
“Es el mejor jugador ofensivo que he visto. La forma en la que pasa el balón, ve la pista, saca faltas, anota bandejas, tiros por elevación, lanza alley-oops, define desde la esquina… simplemente tiene demasiadas armas. Ahora que está tirando también el triple tras paso atrás… es imposible defenderle”, explicaba D’Antoni tras una victoria en Portland, para cortar la racha de trece triunfos seguidos de los Blazers. Allí Harden anotó 42 puntos y repartió 7 asistencias. Incluyendo su dominio en el tramo final del duelo.
“Hay otros jugadores que son mejores en esto o en lo otro, pero cuando unes todo… quiero decir, en una noche tranquila posiblemente pueda meter 30 o 40 puntos de forma eficiente. Eso es clave, es muy eficiente, pero a la vez involucra al resto de jugadores. Sólo tiene una debilidad, a veces se cansa. Es decir, es mortal. Pero eso es todo”, valoraba su técnico.
Palabras que pueden interpretarse como refuerzo moral a su pupilo, aquel al que durante su primera visita al Toyota Center como técnico de Houston, durante el verano de 2016, obligó a ver vídeos de Steve Nash, para acabar diciéndole. “James, tú también puedes hacer eso”. Pero del mismo modo eso no supone que los elogios sean falsos, en este caso son más bien evidencias de una realidad que se empeña en demostrar que la actual versión de Harden abraza la producción ofensiva como pocos jugadores, muy pocos, han hecho antes.
Liberado por el sostén de Paul, uno de los directores de juego más competentes del siglo XXI, Harden puede levantar vuelo sin temor. Y ahí su repertorio técnico brilla en plenitud. Nada lo define mejor que su catálogo de pases, especialmente en la lectura del pick&roll, jugada que ejecuta con maestría; o su repertorio en el uno contra uno, la acción más venenosa de todo su repertorio.
Houston a menudo plantea su ataque de formas sencillas. Abre la pista con dos aleros tiradores en la esquina, sirve a Capela como opción para el pick&roll o el alley-oop desde el lado débil, y busca bloqueos entre jugadores que, con el posterior cambio, dejen a Paul o -preferentemente- a Harden emparejado con un defensor que sea susceptible de ser atacado. Porque ahí comienza el baile.
Cara a cara letal
El uno contra uno de Harden parece pausado, incluso desganado, en su inicio. Pero son los instantes previos en los que el depredador detecta por dónde atacará a su víctima. Una vez Harden baja la altura del bote y acelera su frecuencia, iniciando fintas con el cuerpo, la muerte está servida. Es cuestión de segundos. Y lo está porque toda vacuna parece insuficiente.
Si se le da espacio, lanza el triple tras bote con gran acierto. Si se le niega el tiro, ataca el aro con potencia. Si se le encima demasiado, usa los contactos para sacar faltas y visitar la línea de tiros libres. Si llega la ayuda defensiva para evitar que lance él, suelta el balón al hombre libre con suficiencia. Cualquier opción parece mala, en el fondo todas lo son. Y cuando eso sucede la causa puede apuntar no a la falta de efectividad del defensor sino a la excelencia del atacante.
Harden acredita acierto histórico en situaciones de aclarado, en proyección de superar holgadamente los mejores años de Bryant en ello, siendo al mismo tiempo un pasador solvente e imaginativo y un tirador letal. Es el dueño del patio y lidera a los Rockets de modo tranquilo, mejor rodeado que nunca.
Eso sí: todo lo hecho partirá nuevamente de cero en la fase final. Con todo por demostrar. Ahí llegará la gran prueba, la definitiva, para definir hasta dónde llega lo aprendido y hasta dónde funciona lo armado. Y aunque la competencia sea desmedida, con los Warriors en el horizonte en su misma Conferencia, la ambición marca como objetivo nada menos que el título. Para el mejor Harden, el que se ve estos meses, nada inferior valdría.
Al genio no le basta un lugar en la memoria. Quiere también la gloria.
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